I. Kant. FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA
DE LAS COSTUMBRES.
Capítulo I
Tránsito
del conocimiento moral, vulgar de la razón al conocimiento filosófico
Ni en el mundo,
ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda
considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena
voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse
los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en
los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos
respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser
extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos
dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter,
no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza,
la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio
estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces
arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin
universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción;
sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las
ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una
voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece
constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de
ser felices.
Algunas
cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar muy mucho
su obra; pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que
siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta apreciación que
solemos -con razón, por lo demás- tributarles y no nos permite considerarlas
como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio
de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos,
sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la
persona; sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin
restricción -aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto-. Pues sin
los principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la
sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino mucho más
despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser
considerado.
La buena
voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su
adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por
el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin
comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos
verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la
suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar
o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa
voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores
esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no
desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que
están en nuestro poder-, sería esa buena voluntad como una joya brillante por
sí misma, como algo que en sí mismo poseo su pleno valor. La utilidad o la
esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo
así, como la montura, para poderla tener más a la mano en el comercio vulgar o
llamar la atención de los poco versados-, que los peritos no necesitan de tales
reclamos para determinar su valor.
Sin embargo, en
esta idea del valor absoluto de la mera voluntad, sin que entre en
consideración ningún provecho al apreciarla, hay algo tan extraño que,
prescindiendo de la conformidad en que la razón vulgar misma está con ella, tiene
que surgir la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea meramente
una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido falsamente el propósito de
la naturaleza, al darle a nuestra voluntad la razón como directora. Por lo cual
vamos a examinar esa idea desde este punto de vista.
Admitimos como
principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, esto es,
arreglado con finalidad para la vida, no se encuentra un instrumento, dispuesto
para un fin, que no sea el más propio y adecuado para ese fin. Ahora bien; si
en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la naturaleza
su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad,
la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la
criatura para encargarla de realizar aquel su propósito. Pues todas las
acciones que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de
su conducta se las habría prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y
éste hubiera podido conseguir aquel fin con mucha mayor seguridad que la razón
puede nunca alcanzar. Y si había que gratificar a la venturosa criatura además
con la razón, ésta no tenía que haberle servido sino para hacer consideraciones
sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse por
ella y dar las gracias a la causa bienhechora que así la hizo, mas no para
someter su facultad de desear a esa débil y engañosa dirección, echando así por
tierra el propósito de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido
que la razón se volviese hacia el uso práctico y tuviese el descomedimiento de
meditar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad
y de los medios a ésta conducentes; la naturaleza habría recobrado para sí, no
sólo la elección de los fines, sino también de los medios mismos, y con sabia
precaución hubiéralos ambos entregado al mero instinto.
En realidad,
encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de
gozar la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la
verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y precisamente los más
experinientados en el uso de la razón, acaban por sentir -sean lo bastante
sinceros para confesarlo - cierto grado de misología u odio a la
razón, porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la
invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias -que
al fin y al cabo aparécenles como un lujo del entendimiento-, encuentran, sin
embargo, que se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan
podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más
propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que
ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que
el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los
rimbombantes encomios de los grandes provechos que la razón nos ha de
proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no es
un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno
del universo; que en esos tales juicios está implícita la idea de otro y mucho
más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad,
está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición,
deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre.
Pues como la
razón no es bastante apta para dirigir seguramente a la voluntad, en lo que se
refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades -que
en parte la razón misma multiplica-, a cuyo fin nos hubiera conducido mucho
mejor un instinto natural ingénito; como, sin embargo, por otra parte, nos ha
sido concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que
debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero
de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal
o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa
para lo cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza
en la distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera con un
sentido de finalidad.
Esta voluntad
no ha de ser todo el bien, ni el único bien; pero ha de ser el bien supremo y
la condición de cualquier otro, incluso el deseo de felicidad, en cuyo caso se
puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se
advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero e
incondicionado, restringe en muchos modos, por lo menos en esta vida, la
consecución del segundo fin, siempre condicionado, a saber: la felicidad, sin
que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista,
porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de
una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que
una satisfacción de especie peculiar, a saber, la que nace de la realización de
un fin que sólo la razón determina, aunque ello tenga que ir unido a algún
quebranto para los fines de la inclinación.
Para desenvolver
el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad
buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano
entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado,
para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la
estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo
demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de
una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos,
los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien
por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.
Prescindo aquí
de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en
este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se
plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren
en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente
conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación
inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le
empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si
la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención
egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es
conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata
hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no
cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho
comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que
mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede
comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente.
Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado
así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es
posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia
los compradores, de suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga
diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha sucedido ni por
deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.
En cambio,
conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata
inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la
mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima
que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente
al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las
adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto
por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que
apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin
amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí
tiene un contenido moral.
Ser benéfico en
cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de
conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en tomo
suyo, sin que a ello les impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho
propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás, en cuanto que es su
obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes
que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un
valor moral verdadero y corren parejas con otras inclinaciones; por ejemplo,
con el afán de honras, el cual, cuando, por fortuna, se refiere a cosas que son
en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas,
merece alabanzas y estímulos, pero no estimación; pues le falta a la máxima
contenido moral, esto es, que las tales acciones sean hechas, no por
inclinación, sino por deber.
Pero supongamos
que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor,
que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos, además,
que le queda todavía con qué hacer el bien a otros miserables, aunque la
miseria ajena no lo conmueve, porque lo basta la suya para ocuparle; si
entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa
mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo
por deber, entonces, y sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor
moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el
corazón poca simpatía; un hombre que, siendo, por lo demás, honrado, fuese de
temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo
acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y
supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en los demás; un
hombre como éste -que no sería de seguro el peor producto de la naturaleza-,
desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría, sin
embargo, en sí mismo cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que
el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente
en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación,
es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.
Asegurar la
felicidad propia es un deber -al menos indirecto-; pues el que no está contento
con su estado, el que se ve apremiado por muchos cuidados, sin tener
satisfechas sus necesidades, pudiera fácilmente ser víctima de la tentación
de infringir sus deberes. Pero, aun sin referirnos aquí al deber, ya
tienen los hombres todos por sí mismos una poderosísima e íntima inclinación
hacia la felicidad, porque justamente en esta idea se reúnen en suma total
todas las inclinaciones. Pero el precepto de la felicidad está las más veces
constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y,
sin embargo, el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa
suma de la satisfacción de todas ellas, bajo el nombre de felicidad; por lo
cual no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en cuanto a
lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer una idea tan
vacilante, y algunos hombres -por ejemplo, uno que sufra de la gota- puedan
preferir saborear lo que les agrada y sufrir lo que sea preciso, porque, según
su apreciación, no van a perder el goce del momento presente por atenerse a las
esperanzas, acaso infundadas, de una felicidad que debe hallarse en la salud.
Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad, no
determine su voluntad, aunque la salud no entre para él tan necesariamente en
los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los
demás casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad, no
por inclinación, sino por deber, y sólo entonces tiene su conducta un verdadero
valor moral.
Así hay que
entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que
amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no
puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación
empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor
práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y
no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y
no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.
La segunda
proposición es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en
el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima
por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la
acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha
sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del
desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que
podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados
como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones
ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que
no debe residir en la voluntad, en la relación con los efectos esperados? No
puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de
los fines que puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad,
puesta entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a
posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una
encrucijada, y como ha de ser determinada por algo, tendrá que ser determinada
por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por
deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído.
La tercera
proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta
manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley.
Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí,
tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un
efecto y no una actividad de unía voluntad. De igual modo, por una inclinación
en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a
lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso
amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto
del respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con
mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al
servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por
completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una
acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo
de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra
cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley
y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto,
la máxima2
de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones.
Así, pues, el
valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni
tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que
necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado, pues todos
esos efectos -el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad
ajena -pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para
ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin
embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto, no otra cosa, sino
sólo la representación de la ley en sí misma -la cual desde luego
no se encuentra más que en el ser racional-, en cuanto que ella y no el
efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir
ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la
persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún
efecto de la acción3.
Pero ¿cuál
puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se
espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse
buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a
todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda
nada más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el
único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de
modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal.
Aquí es la mera legalidad en general -sin poner por fundamento ninguna ley
determinada a ciertas acciones- la que sirve de principio a la voluntad, y
tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana
ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la
razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no
se aparta nunca de sus ojos.
Sea, por ejemplo,
la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una
promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia
que puede comportar la significación de la pregunta: de si es prudente o de si
es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero puede suceder, sin
duda, muchas veces. Ciertamente, veo muy bien que no es bastante el librarme,
por medio de ese recurso, de una perplejidad presente, sino que hay que
considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira muchos más
graves contratiempos que estos que ahora consigo eludir; y como las
consecuencias, a pesar de cuanta astucia me precie de tener, no son
tan fácilmente previsibles que no pueda suceder que la pérdida de la confianza
en mí sea mucho más desventajosa para mí que el daño que pretendo ahora evitar,
habré de considerar si no sería más sagaz conducirme en este punto según una
máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el
propósito de cumplirlo. Pero pronto veo claramente que una máxima como ésta se
funda sólo en las consecuencias inquietantes. Ahora bien; es cosa muy distinta
ser veraz por deber de serlo o serlo por temor a las consecuencias
perjudiciales; porque, en el primer caso, el concepto de la acción en sí mismo
contiene ya una ley para mí, y en el segundo, tengo que empezar por observar
alrededor cuáles efectos para mí puedan derivarse de la acción. Si me aparto
del principio del deber, de seguro es ello malo; pero si soy infiel a mi máxima
de la sagacidad, puede ello a veces serme provechoso, aun cuando desde luego es
más seguro permanecer adicto a ella. En cambio, para resolver de la manera más
breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme
al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi
máxima -salir de apuros por medio de una promesa mentirosa- debiese valer como
ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo:
cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no
puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo
querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues,
según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir
a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi
fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma
moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal,
destruiríase a sí misma.
Para saber lo
que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a
buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al
curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él
ocurren, bástame preguntar: ¿puedes creer que tu máxima se convierta en ley
universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda
ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio,
en una legislación universal posible; la razón, empero, me impone respeto
inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco aún ciertamente
el fundamento -que el filósofo habrá de indagar-; pero al menos comprendo que
es una estimación del valor, que excede en mucho a todo valor que se aprecie
por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por puro respeto a la
ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse
cualquier otro fundamento determinante, porque es la condición de una voluntad
buena en sí, cuyo valor está por encima de todo.
Así, pues,
hemos negado al principio del conocimiento moral de la razón vulgar del hombre.
La razón vulgar no precisa este principio así abstractamente y en una forma
universal; pero, sin embargo, lo tiene continuamente ante los ojos y lo usa
como criterio en sus enjuiciamientos. Fuera muy fácil mostrar aquí cómo, con
este compás en la mano, sabe distinguir perfectamente en todos los casos que
ocurren qué es bien, qué mal, qué conforme al deber o contrario al deber,
cuando, sin enseñarle nada nuevo, se le hace atender tan sólo, como Sócrates
hizo, a su propio principio, y que no hace falta ciencia ni filosofía alguna
para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno y hasta sabio y
virtuoso. Y esto podía haberse sospechado de antemano: que el conocimiento de
lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto, también a saber, es cosa
que compete a todos los hombres, incluso al más vulgar. Y aquí puede verse, no
sin admiración, cuán superior es la facultad práctica de juzgar que la teórica
en el entendimiento vulgar humano. En esta última, cuando la razón vulgar se
atreve a salirse de las leyes de la experiencia y de las percepciones
sensibles, cae en meras incomprensibilidades y contradicciones consigo misma,
al menos en un caos de incertidumbre, oscuridad y vacilaciones. En lo práctico,
en cambio, comienza la facultad de juzgar, mostrándose ante todo muy
provechosa, cuando el entendimiento vulgar excluye de las leyes prácticas todos
los motores sensibles. Y luego llega hasta la sutileza, ya sea que quiera, con
su conciencia u otras pretensiones, disputar con respecto a lo que deba
llamarse justo, ya sea que quiera sinceramente, para su propia enseñanza,
determinar el valor de las acciones; y, lo que es más frecuente, puede en este
último caso abrigar la esperanza de acertar, ni más ni menos que un filósofo, y
hasta casi con más seguridad que último, porque el filósofo no puede disponer
de otro principio que el mismo del hombre vulgar; pero, en cambio, puede muy
bien enredar su juicio en multitud de consideraciones extrañas y ajenas al
asunto y apartarlo así de la dirección recta. ¿No se da, pues, lo mejor
atenerse, en las cosas morales, al juicio de la razón vulgar y, a lo sumo,
emplear la filosofía sólo para exponer cómodamente, en manera completa y fácil
de comprender, el sistema de las costumbres y las reglas de las mismas para el
uso -aunque más aún para la disputa-, sin quitarle al entendimiento humano
vulgar, en el sentido práctico, su venturosa simplicidad, ni empujarle con la
filosofía por un nuevo camino de la investigación y enseñanza?
¡Qué magnífica
es la inocencia! Pero ¡qué desgracia que no se pueda conservar bien y se deje
fácilmente seducir! Por eso la sabiduría misma -que consiste más en el hacer y
el omitir que en el saber- necesita de la ciencia, no para aprender de ella,
sino para procurar a su precepto acceso y duración. El hombre siente en sí
mismo una poderosa fuerza contraria a todos los mandamientos del deber, que la
razón le presenta tan dignos de respeto; consiste esa fuerza contraria en sus
necesidades y sus inclinaciones, cuya satisfacción total comprende bajo el
nombre de felicidad. Ahora bien; la razón ordena sus preceptos, sin prometer
con ello nada a las inclinaciones, severamente y, por ende, con desprecio, por
decirlo así, y desatención hacia esas pretensiones tan impetuosas y a la vez
tan aceptables al parecer -que ningún mandamiento consigue nunca anular-. De
aquí se origina una dialéctica natural, esto es, una tendencia a
discutir esas estrechas leyes del deber, a poner en duda su validez, o al menos
su pureza y severidad estricta, a acomodarlas en lo posible a nuestros deseos y
a nuestras inclinaciones, es decir, en el fondo, a pervertirlas y a privarlas
de su dignidad, cosa que al fin y al cabo la misma razón práctica vulgar no
puede aprobar.
De esta suerte,
la razón humana vulgar se ve empujada, no por necesidad alguna de
especulación -cosa que no le ocurre nunca mientras se contenta con ser
simplemente la sana razón-, sino por motivos prácticos, a salir de su círculo y
dar un paso en el campo de una filosofía práctica, para recibir aquí
enseñanza y clara advertencia acerca del origen de su principio y exacta
determinación del mismo, en contraposición con las máximas que radican en las
necesidades e inclinaciones; así podrá salir de su perplejidad sobre las
pretensiones de ambas partes y no corre peligro de perder los verdaderos
principios morales por la ambigüedad en que fácilmente cae. Se va tejiendo,
pues, en la razón práctica vulgar, cuando se cultiva, una dialéctica
inadvertida, que le obliga a pedir ayuda a la filosofía, del mismo modo que
sucede en el uso teórico, y ni la práctica ni la teórica encontrarán paz y
sosiego a no ser en una crítica completa de nuestra razón.
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